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Mi Viaje a Nueva York 0

Novela sobre Nueva York

EN EQUILIBRIO SOBRE EL FIN DEL MUNDO

por Piero Armenti

 

 Puedes leer los primeros dos capítulos aquí

                                          Síntesis de los primeros dos capítulos

El protagonista se encuentra en el puente de Brooklyn con una chica durante una tormenta de nieve. Hace frío, los dos están muy cubiertos. Ella le pide que le preste sus guantes, él lo hace. Tiempo después, él ve sus guantes en una mesa del restaurante en el que trabaja. Se queda viendo fijamente el baño, esperando a que salga la chica a la que le había prestado los guantes.

3

Cuando entra nuevamente a la sala, me quedo sin respiración. Es difícil describirlo. Es difícil admitirlo también. Pero la belleza puede robar el sueño, quitarte la respiración, hacer que lo que está alrededor pase a segundo plano. Camina, vuela con un paso largo hacia la mesa, rubia, labios sutiles. No quiero ni siquiera saber de dónde es. Observo sobre todo esos sus pasos largos, veloces, limpios, con los que podría segar la metrópoli, atravesarla pasando sobre cada pequeño obstáculo. Es ella, esa es su manera de caminar. La reconozco. “Qué pasa amigo” me repite Diego. “Lleva el pan, el pan”. Yo me quedo parado. “¿Quieres que te despidan?” Me muevo un poco. Ok. Empiezo a caminar entre las mesas, la observo desde cada ángulo. Ella saca su Mac y se sumerge en su mundo con los audífonos blancos en las orejas.

Cuando llega el momento de acercarme a ella para llevar el pan, hago una pequeña desviación para alargar el trayecto. Tengo el corazón en la garganta. Llego y ni siquiera levanta la mirada para saludarme. No veo los guantes, tal vez me equivoqué. Tal vez sea otra mesa. Miro a mi alrededor nervioso, pero no veo a otras personas solas. El propietario Matteo, un italoamericano esculpido físicamente, sale de la cocina y empieza a mirarme con insistencia. Matteo es una persona buena. Es difícil encontrar a alguien así en el mundo de la restauración y sé que no me echará tan fácilmente. Algún día les hablaré también sobre él. Matteo me sonríe. Me la señala y me pregunta: “¿La conoces?” “No lo sé”, respondo. “¿Qué significa que no lo sabes?”, sigue sonriendo.

La historia es demasiado larga y talvez también un poco patética, por lo tanto evito contársela. Pero me da ánimos, debo ir, antes de que Matteo me torture con otras preguntas. Con paso rápido, aguanto la respiración y voy. Entro en una dimensión de atontamiento solo mía, me zumban los oídos, alrededor todo desaparece, sólo veo el punto a donde debo llegar, sin verlo realmente.

Me acerco, me quedo parado por un segundo frente a ella, pero no sé cómo llamar su atención. No podría hacerlo, soy el bus boy, yo no tomo órdenes, sólo recibo la orden de ordenar. Ella levanta la vista, se quita los audífonos. Tal vez me ha reconocido. “Peach Salad with Grilled Chicken” me dice. Y baja de nuevo la vista. Yo permanezco ahí, ella se da cuenta, se quita de nuevo los audífonos y así finalmente decido preguntárselo. “Vi que tenías unos guantes blancos. De casualidad, no eres tú a quien se los presté en el puente de Brooklyn.” Primero se queda callada, luego levanta las manos fingiendo no entender. Luego agarra los guantes y dice: “¿Estos?” Exacto, esos. “No son míos. Me los prestó una amiga, Irina, que trabaja en el Output, la discoteca de Brooklyn. Habla con ella, la encuentras el fin de semana y luego te los devuelvo con gusto.” Me quedo decepcionado. No es ella y hubiera deseado que lo fuera. Le agradezco y desaparezco de esa mesa. Poco después va el mesero a tomar la orden. Ella molesta le dice que ya me había dado la orden a mí. Hago un gesto con la mano desde lejos para confirmar. Matteo se acerca y me pregunta de nuevo, pero con tono serio. “¿Quién es?”, pero ni siquiera dejo que termine la frase y yo me escapo a la cocina. Derribado en un taburete, me tomo un minuto para pensar, para cerrar los ojos. Si los cierras hasta el fondo, si los cierras fuertemente, puedes ver desde lo alto el perfil de los montes que se sumergen en la costa de Amalfi, sentir el olor del perfume de los limones y un segundo después se desliza sobre tu piel la brisa marina. Diego tiene razón: ¿teníamos muchas ganas de ir en realidad? Regreso a hacer mi trabajo. 

4

“Entonces no eres tampoco tú.” La música no da oportunidad, hace desaparecer las palabras, las esconde. Cubre y oculta todo. Hasta la más pequeña miseria se deja de lado durante la noche, hasta el alba. Debo gritar más fuerte para hacerme escuchar. Estoy en la discoteca en Brooklyn, en un lugar llamado Output. No soporto esta música, pero no estoy aquí para bailar, finalmente veo a Irina, después de haber preguntado alrededor. La chica cierra los ojos molesta. Me repite: “¿Qué? ¿Qué?”, yo sigo gritando palabras que tal vez puedan hacer que ella recuerde algo. “Guantes” le digo. Querría que me reconociera. Pero ella sigue viéndome como si estuviera loco, sigue sin comprender. Sólo veo que tiene prisa por quitarse de encima un obtuso. Y el obtuso soy yo.

Tiene cocteles de vodka que llevar a la mesa, debe hacerlo rápidamente, porque también ella trabaja con propinas. Su vida depende de las sonrisas, de la velocidad y de los vestidos cortos que puedan sacar una propina generosa. Y también cada mesa es una tarea. Aguantar los empujones toda la noche, con gente que en un cierto punto ni siquiera puede permanecer en pie, con clientes que intentan continuamente. Pero también este es un trabajo privilegiado, lo hacen las chicas bellas que han llegado hace poco a Nueva York y si una mesa es buena, el dinero es bastante en realidad. Mientras yo sigo gritando, ella se aleja sacudiendo la cabeza.

No es ella. Le creo, me parece sincera. Extraño. De pronto, justo cuando trataba de hacerme entender, me di cuenta de que nunca supe el nombre de la chica de los guantes blancos. Se me escapó muy rápidamente de entre las manos en el lugar en donde yo trabajo, sin que yo haya hecho la pregunta más simple y lógica: ¿cómo te llamas?

Con mi coctel en mano me quedo quieto viendo alrededor. Esta es Nueva York. Lo pienso mientras estoy inmóvil. Estoy de pie, con los pies sobre el suelo. Me sustraigo a todo, la música y las personas se vuelven una gran masa sin forma y yo me encuentro dentro de ella.

La noche de Nueva York es bella. Se reproduce la única democracia posible, que es aquella nocturna. Todas las categorías del día se anulan, en la misma mesa puedes encontrar al distribuidor de drogas del Bronx, al banquero de Wall Street, a la enfermera filipina del Queens. Y en un brindis, una palmada en el hombro, una mirada cómplice, inmediatamente reconoces en el otro alguien como tú. Un neoyorquino, con su toque de locura, ambiciones y desilusiones. Lejos de aquí, de día, se vuelven distintos. Los banqueros de Wall Street se la pasan en Tribeca. La enfermera del Queens va al restaurante de Middle Village y el distribuidor de drogas del Bronx se queda en su barrio. De noche todo desaparece, se genera nuevamente el milagro de la metrópoli: el extremo comprimirse de tantas vidas diferentes en el mínimo espacio de una mesa. Un cuadrado o como máximo un rectángulo.

Veo mi celular. Diego está afuera, me ha llamado 10 veces. Se hizo el enfermo para acompañarme y ahora me siento culpable, lo dejé solo. Salgo a la carrera. Me había olvidado que esta noche íbamos a celebrar la llegada de su hermana. Había salido de México para atravesar la frontera y debía llegar en algunos días. Apenas salgo del lugar lo veo borracho y en lágrimas, en el suelo. “No puedes entenderlo”, me dice, no puedes entenderlo. “Es un inferno la frontera. Un infierno.” Lo levanto y lo echo en el primer taxi que pasa. Pero estamos demasiado ebrios, sobre todo él. El taxista abre la puerta y nos echa fuera a empujones. Si le vomitamos el taxi debemos darle 100 dólares más para limpiarlo. “Chinga tu madre”, grita Diego desde el suelo y empieza a reírse como un loco. Un momento, me digo. Veo a lo lejos las luces, me parece el perfil de Manhattan. Joder, pienso, es verdad. Estamos a dos pasos del East River y ni siquiera hemos disfrutado del panorama. “Diego, vamos”. A duras penas se sostiene. Y empieza a seguirme tambaléandose. “Pedro, ¿a dónde vamos?”. Pedro soy yo, aunque mi verdadero nombre es Piero y para los norteamericanos es Peter. Ven, le grito, y juntos llegamos a aquel lugar mágico que son las orillas del East River. A medida que nos acercamos, se abre delante de nosotros el horizonte. Las luces increíbles de Midtown, el Empire iluminado de blanco, rojo y verde, la punta del Chrysler y miles de edificios de los cuales no sabemos nada. “Mira, mira, Diego, es como la bandera de Italia”. “No, es la bandera de México”. Peleamos, bromeamos, nos tiramos al piso. “Te imaginas que algún día tengamos una casa bonita” dice, señalando un rascacielos. “Yo no me imagino nada”. Estamos sobre la hierba y nos quedamos en silencio. Y nos dejamos arrullar por las luces y los sonidos de la metrópoli. Estamos en Nueva York y estamos aquí porque queremos hacer algo importante. “¿No era ella?” Me pregunta Diego. “No, no era ella” respondo yo. Sí, la chica de los guantes me había mentido. Y en el fondo, eso me alegraba.



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